Luis recibe un empellón de aire rancio al entrar en la concurrida salita que da al jardín. Cierra la boca instintivamente para no tragar vejez, como si así evitase adelantar su deterioro.
Hogar de ancianos “Los Trigales”. Pero a Luis más que a un hogar le recuerda a un hospital o una penitenciaría en mitad de Castilla la seca. Un lugar donde los cuerpos se consumen vaciándose de carne, dejando las pieles adheridas como bolsas arrugadas a los huesos. Donde el presente se arrastra sin prisa hacia el escaso futuro. Donde se oculta con vergüenza nuestro ofensivo final. Puta vida, piensa.
Luis, un repartidor de Interflora ramo en mano, sale al jardín y respira de nuevo la mañana del primer domingo de Mayo. Está buscando a su destinataria, Eugenia Durán Soler, “la dama marina”, que dice la tarjetita azul mar. Pero como siempre les ha ocurrido a todos le costará encontrarla.
Los padres de la que convirtieron en Eugenia Durán Soler, sabiendo que muchos animales se mimetizan para pasar desapercibidos por sus enemigos, se esforzaron por educar a su hija en lo que ellos consideraron la ley básica de la supervivencia: el no llamar la atención. Eugenia Durán Soler fue entrenada en esta técnica con precisión.
Bajo repetitivos ejercicios de opresión, represión y vigilancia, Eugenia Durán Soler aprendió a controlar e ignorar sus emociones y pensamientos homogeneizándose así con los demás para no polemizar, no confrontar, no contrariar. Eugenia Durán Soler, siempre cambiante como cualquier otro organismo vivo, aprendió a hacerlo en función de los otros. Cantó las canciones de la radio; vistió a la moda; apoyó los deportes, actividades e ideologías de masa; gastó lo que ganó comprando casi todo lo que los envidiados obtuvieron regalado, y pensó lo que la mayoría, poco y mal.
Gracias a su virtuosismo críptico Eugenia Durán Soler sobrevivió. Pero sobrevivir no es lo mismo que vivir, en la supervivencia no hay entusiasmo. Solo extenuante esfuerzo.
Era la tercera vez que Luis pasaba por delante de un arbusto florido y una exánime Eugenia Durán Soler sin verla. ¿No serán para mi?, dijo ella a su paso. Luis se volvió sobresaltado hacia donde la voz provenía y enfocando, trató de separar lo que eran flores naturales de flores de vestido hasta encontrarse con unos ojos ancianos; nonagenaria gelatina de lágrimas. ¿la dama marina?¿Eugenia? Sí, hijo, Durán Soler, servidora. Contradiciendo a aquellos ojos y por ello engrandeciéndola, la mujer recibió el ramo con una sonrisa entrañable e inofensiva por vacía de dientes.
Los años intentan enseñarnos a vivir en sintonía con lo que la vida nos trae, y como Eugenia Durán Soler es una experta sintonizando, en lugar de interpretar las flores como síntoma de ausencia las recibió como señal de salud y de vida. Si de verdad su hijo pensara que tenía un pie en la tumba habría gastado el dinero en gasolina para ir a verla y darle los que pudieran ser sus últimos mimos. De unos años acá el número de abrazos que recibía y su duración iban en aumento, más numerosos y largos cuanto más corto su futuro.
Antes de que Luis se fuera le pidió leer la tarjeta. Así hizo. Tardó tres segundos en completar en voz alta una frase típica. ¿Ya, hijo? Luis, condescendiente, añadió ¡vaya flores bonitas, esto es amor! Eugenia Durán Soler le sonrió y desapareció fundiéndose de nuevo entre más flores.
Aquella misma tarde, por tercera vez en el último mes, fue traída de vuelta a la residencia. La encontraron caminando en la N-430. Un conjunto de flores sobre el asfalto gris. Deshidratada dama marina al encuentro del mar.
Preciso. Conmovedor. Hilas fino, querida Mónica.
ResponderEliminarHe pasado por aquí de casualidad, pero después de leer lo que he leído me quedo. Saludos desde Menorca y gracias, Mónica.
ResponderEliminarQue buen resultado de estar conectada con el mundo y seguir escribiendo... ; ) A disfrutar mientras llega el siguiente... mmuakss.
ResponderEliminarPreciso. Conmovedor. Hilas fino, querida Mónica. Enhorabuena.
ResponderEliminaren realidad un buen relato, muy bien logrado, como somos solo sobrevivientes a lo largo de nuestra vida y por huir de la muerte, ignoramos la vida, hay que aprovechar el tiempo en definitiva.
ResponderEliminarHermoso final para Eugenia, tal vez durante esa tarde pudo vivir.
Por una vez Eugenia tuvo valor para destacar, para llamar la atención, aunque fuera sobre el gris del asfalto.
ResponderEliminarEnhorabuena por el relato. Un beso.
Miguel
Gracias Inma, Eduardo, Mauricio y Miguel por haber dejado huellas a vuestro paso. Un abrazo.
ResponderEliminarMónica, GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS.... Por esta conmovedora historia, por otro "buen rato" (y ya van.....). Te superas cada día, amiga, y me emocionas con cada historia. Ninguna me deja indiferente, todas me hacen pensar... "Sobrevivir no es lo mismo que vivir", así que a intentar seguir viviendo. ENHORABUENA una vez más. Un abrazo enorme!!
ResponderEliminarGracias a ti por tu apoyo y entusiasmo, Rosana... a vivir!!!
ResponderEliminargran relato!
ResponderEliminarAcabo de descubrirte y me ha encandilado tu relato.
ResponderEliminarBuen relato.
ResponderEliminarUn saludo.
Muchas gracias Joselu y Preludio. Bienvenidos.
ResponderEliminarKenit, nos honras con tu presencia. Muchas gracias. Admiro tu trabajo.
Este Relato, me hace pensar y darme cuenta lo poco que pueden importar los padres para los hijos, con solo enviar flores estamos cumplidos, cuando los padres preferimos un abrazo y un beso al ramo de flores mas bonito del mundo. Me ha gustado mucho, sigue así
ResponderEliminarGracias Yoanyo. Tienes razón. La empatía y la compasión (que no lástima) son a menudo asignaturas pendiente. Intentaré seguir así... o como buenamente pueda. Un abrazo ;)
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