Química y mucho más

Para convertirse en una buena persona es necesario mucho más que química.

De mi abuelo paterno decían que el hombre, en vida, era un completo HCl (Cloruro d Hidrógeno). Un gas denso y reactivo a menudo liberado por volcanes. Aquellos que lo rodearon, admiraron y temieron, aprendieron que para tratar con Don HCl era necesario usar guantes, gafas protectoras y mascarilla. Su esposa, mi abuela paterna, por el contrario, era como el agua del río, transparente y pizpireta. Sólo a su lado, mi abuelo reducía notablemente su potencial de hidrógeno.

Del fruto de la pareja, nació mi padre, HCl hijo, definido desde bebé como un calco de mi abuelo. Desde entonces, no sólo para no perder su significado, sino para engrandecerlo, mi padre se esforzó en llegar a ser un absoluto Ácido Clorhídrico, irritante y corrosivo; hombre incapaz de amar. Mi madre, a su lado, se convirtió, según mi padre, en una “sosa”… pero cáustica, (NaOH) Hidróxido de sodio, pasivo-agresivo, puro; Una mujer sin sonrisa, con el potencial de causar daños graves y permanentes.

Siendo mi madre casi una niña, entre insultos y llantos, fui engendrada. La joven lo consideró un castigo merecido, por débil, por sucia, por no haber sido capaz de aguantar virgen hasta el matrimonio; creencia que mi padre supo jugar bien para no casarse. Así fue como aquel inconsciente utilizó su soltería como la carta con la que pudo trampearla, durante el resto de su vida, sin sentirse culpable.

Durante mi gestación, se barajaron mis distintos futuros nombres: Dinamita, Nitroglicerina, Pentrita, Fulminato d Plata, Nitrocelulosa y Cloratita. Los pocos valientes cercanos a la familia y, especialmente mi madre, pensaban que de aquella ponzoñosa unión nada bueno podría nacer. Todos temblaban ante el alumbramiento del bebé bomba, yo, quien con semejante cadena perpetua de ADN, bien podría dar fin a la existencia humana en la tierra.

Mi padre, como siempre que se le necesitaba, desapareció tan pronto como mi madre rompió aguas; asique fuimos solas, mi madre y yo, a darme a luz. Nadie más. Tras seis traumáticas horas de erupción, me encontré desnuda frente a quien me dio la vida. Entre excrementos, sangre, sudor y lágrimas, como pude, miré a aquella mujer sintiéndome ya sucia, ya culpable hacia sus brazos.
Al verme, mi madre destapó una sonrisa que nos estremeció al universo y a mí; Desde lo más alto de su amor, con profundo respeto y rebosante de orgullo, le anunció al mundo: “Mar,… así se llama mi bebé… Inocente, transparente y bendita agua salada”.

Por química, y mucho más, se me concedió la oportunidad de convertirme en una buena persona.

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